
La Ballenera / El Valle de las Grandes Piedras Blancas / La Sierra de las Tortugas / La Playa del Bosque de Algas. |
Un relato de Milan (Miguel Angel López Moreno) basado en otro de 1983, que a su vez era un recuerdo de 1965... |
LA BALLENERA ..
Durante muchos años la Playa de las Barcas fue el extremo oeste de nuestras exploraciones. Pero poco a poco, conforme crecimos, nuestros padres nos permitieron explorar esa línea de costa de la Bahía de Benzú. En su extremo oeste se encontraban los restos de una factoría Ballenera de principios del siglo XX. Estaba en la orilla pedregosa, al pie del acantilado de Ras el Aiún, una pared rocosa vertical de sesenta metros de alto, que la resguardaba de los vientos de poniente. Casi en la cima del acantilado se abrían orificios a modo de ventanales que sugerían galerías excavadas en la pura roca, de lo que fue un antiguo cuartel de tropas españolas del tiempo del Protectorado, es decir, anterior a 1955... puede que esos ventanales fueran troneras de artillería. Nunca lo supimos porque nunca subimos hasta ese hipotético cuartel: estaba ocupado por familias de lugareños que habían hecho de él su hogar.
Desde la Playa de las Barcas hasta la Ballenera se sucedían calitas de piedras y aguas llenas de algas, escolleras y pequeños acantilados, pero no más playas arenosas. Un puñado de casas se levantaban en torno a la factoría, una típica nave industrial que se enfrentaba y bajaba hasta el agua en una rampa descendente de cemento. La típica rampa por donde debían halar de los cetáceos para subirlos a un amplio patio donde los descuartizaban para extraer fundamentalmente aceite, aunque la ballena es como el cerdo, se aprovechaba absolutamente todo... de su grasa, el esperma de ballena, se sacaba aceite y hasta se utilizaba para fabricar un tipo de pólvora; de la cetina perfumes; de las barbas, las ballenas de las camisas, y peines; de la carne, conservas, piensos, etc... No conozco la historia de esta ballenera, pero me ronda el dato (ignoro de donde lo he sacado) de que esta factoría sólo manipuló una ballena en toda su historia. Historia que debió finalizar, como muy tarde en 1946, cuando se reguló y prohibió parcialmente la caza de ballenas por el Tratado de Washington.
Recuerdo que la calita donde estaba la Ballenera, era de aguas profundas y transparentes. Mis amigos se solían bañar en ella pero yo nunca me atreví, no me sentía seguro teniendo debajo de mi tal cantidad de agua y cosas desconocidas. En varias ocasiones recorrimos la nave. Estaba casi desmantelada, pero quedaban anclados en el suelo alguna maquinaria, y grandes piezas de metal se esparcían por el suelo. Recuerdo una vez que Cesar Rey, Pepe Lorente y servidor cogimos unas tuercas enormes... pero nos vio un lugareño que se cabreó muchísimo con nosotros. Nos las quitó diciendo que de la Ballenera nadie se llevaba ni una mota de polvo, que no teníamos respeto y que eso ya no era nuestro. Además nos amenazó con dar conocimiento al puesto fronterizo... y el que más y el que menos se imaginó preso en Maruecos sin poder regresar a casa en una temporada. Anduvimos acongojados hasta que al atardecer regresamos a Ceuta sin novedad.
LA LEYENDA DE LOS SIETE LAGOS
Fantasmas, troleros, mentirosos, jaraneros y embaucadores siempre han existido. Por entonces había algunos chavales mayores que decían que al oeste existían Siete Lagos Subterráneos... y parecían decirlo así, con mayúsculas, porque contemplarlos era una experiencia casi mística. Y cuando se les preguntaba: ¿Dónde están los siete lagos?, respondían: “Al oeste. Pasada la Ballenera, pasado el Valle de las Grandes Piedras Blancas, pasada la Isla del Perejil, pasada la Sierra de las Tortugas, por la Playa del Bosque de Algas... por allí, por el oeste”
Y comenzamos la exploración. Ora iba un grupo y regresaba contaba algo poco concreto, que habían llegado a la playa del bosque de algas, pero que allí le habían dicho que sí, que eso estaba por este u aquel lado... Ora aparecía otro diciendo que los había encontrado, pero que solo era uno. Recuerdo en este momento que José Mª Coiduras, “Coico”, era uno de los que decían que habían estado en los siete lagos, ¡el puñetero!
Hasta que un día fuimos la gente de Villa Jovita que estábamos vinculados con la Acción Católica del cura José Bejar, el párroco de la iglesia del barrio. En el intento de encontrar aquellos míticos Siete Lagos caminamos hacia el oeste de Ceuta, en Marruecos, y la experiencia fue inolvidable... tanto, que al cabo de 37 años aún lo recuerdo y lo vuelco en estas palabras.
EL VALLE DE LAS GRANDES PIEDRAS BLANCAS
Desde Benzú, más concretamente, desde el cafetín moruno donde servían (tal vez aún sirven) el mejor té verde de Ceuta, se podía contemplar una extraordinaria puesta de sol. Según en qué época del año, el sol caía sobre una lengua de tierra, una meseta rocosa, que se adentra en el estrecho: Punta Leona (Rás Lebia). La superficie de esta península es lo que llamamos el Valle de las Grandes Piedras Blancas.
La ruta partía del puesto fronterizo de Benzú. Dejábamos a la derecha la Playa de las Barcas y, más adelante, la desviación de la Ballenera para proseguir hasta la base de Punta Leona. Justo ahí, junto a una casa del lugar, surgía un manantial de agua fría y clarísima. La señora que allí vivía siempre nos recibía con una sonrisa maternal. Era un punto fijo de parada. Nos refrescábamos, bebíamos hasta la saciedad y rellenábamos las cantimploras para proseguir la ruta.
Nunca recorrimos la península de sur a norte, hacia la punta. Siempre la atravesábamos de este a oeste, de manera que desde la base la podíamos contemplar en toda su longitud, y esa perspectiva fue la que le dio nombre. Toda la extensión estaba plagada de piedras/rocas redondeadas y blancas, parecían cantos rodados... pero sólo era una ilusión óptica porque aguzando la vista podías llegar a ver (si se daba el caso) una reata de burros progresando por entre los cantos rodados, y sólo entonces caías en la cuenta de que no eran cantos sino enormes rocas redondeadas, tan grandes como varios hombres. Pero esa sensación no la perdías por mucho razonamiento que implicaras... ¡tus sentidos insistían en considerar que la reata de burros y su conductor eran del tamaño de lagartijas, y que las piedras eran realmente cantos rodados de dos kilos de peso! Curiosa sensación.
De ahí que aquello se quedara con el Valle de las Grandes Piedras Blancas... era un lugar mágico y único.
LA ISLA DEL PEREJIL
Dejando atrás ese valle y siguiendo la costa hacia el oeste, tomamos una senda pedregosa que discurre a unos 80 metros sobre el nivel del mar, en la ladera noroeste del Djebel Musa. La pendiente de tal ladera es enorme. La caída hasta el mar no es vertical, pero un traspiés te haría rodar inevitablemente sin poder parar... con nosotros venía un chico cojo (por entonces había muchos niños cojos a cuenta de la poliomielitis), no recuerdo su nombre, pero estuvimos pendientes de echarle una mano porque si caminar ya era difícil con dos pies sanos, para él sería doblemente dificultoso. Pero lo llevó con dignidad e hizo toda la ruta sin un lamento.
A raíz del conflicto entre España y Marruecos por este peñasco, todos la conocemos. Es una pequeña isla, de 56 metros de altura, a unos 200 metros de la costa marroquí, que sigue siendo de soberanía española. Recuerdo que el agua que la separa de tierra firme era tan cristalina que la sombra de una barca se proyectaba nítida en el fondo, a 15 metros de profundidad. Por entonces la conocíamos por los relatos de los que se dedicaban a bucear... como Guti (si, si, el Guti de la Residencia de Estudiantes de Ceuta, ese), que contaba maravillas de una cueva que se abría en la base de la isla, cuyas paredes estaban tapizadas de corales y que guardaba una preciosa fauna marina... Pero no sé, Guti era también muy trolero.
LA SIERRA DE LAS TORTUGAS
La ladera noroeste del Djebel Musa, la que acaba en el mar del estrecho, es pura piedra. No crecían ni arbustos ni árboles. Sólo algunos líquenes se fundían con la roca. Pero al fondo, siempre al oeste, se adivinaba entre la bruma un monte completamente verde. Eso fue lo que bautizamos con el nombre de Sierra de las Tortugas, en realidad tiene otro nombre, Djebel Yuima.
Para llegar había que marchar unos siete kilómetros, pero la recompensa fue grande. El Yuima era un bosque de acebuches, pinos, moreras y madroños, que reconfortaba después de la aridez del camino que habíamos llevado hasta entonces. Pero lo más asombroso fue encontrar siete parejas de tortugas por el camino, sin buscarlas. Se ve que cogimos el día de celo. Eran tortugas de tierra, no galápagos, posiblemente de la especie... Todo el que quiso se llevó una tortuga, y en el sótano de la parroquia de Villa Jovita, que tenía un terreno anexo, hubo una de estas hasta que se escapó a vivir su vida. Yo recuerdo que sobre el año 1962 había tortugas de este tipo en Ceuta. Concretamente, encontré una en Villa Jovita, en la Huerta de José, con el caparazón fracturado por una piedra, no podía moverse... ¡así de crueles eran los niños! La agonía del pobre animal duró cinco días, los conté.
Hoy día, un lugar como la Sierra de las Tortugas, un oasis de vida en mitad de las piedras peladas, debería ser un Parque Natural, una joya de la naturaleza. Pocos sitios como ese deben quedar... ese día, nosotros depredamos sin piedad y con total ignorancia porque entonces no teníamos conciencia del daño ecológico que hacíamos, es más, no creo ni que existiera esa palabra. ¡Lástima!
LA PLAYA DEL BOSQUE DE ALGAS
Sin duda, el Djebel Yuima, nuestra Sierra de las Tortugas, era una rareza en mitad del plegamiento del Atlas porque, una vez atravesado, volvían las piedras peladas y la aridez total. Esta vez bajando suavemente hacia una playa en mitad del golfo llamado El Marsa, entre las puntas Rás Zulban y Rás Marsa.
Desde lo alto parecía una playa arenosa, pero in situ resultó ser de grava gruesa y cantos rodados. Sea como fuere, era la primera playa útil desde la Ballenera y, lógicamente, se nos olvidó que estábamos buscando siete maravillosos lagos subterráneos y nos lanzamos ladera abajo pensando únicamente en el baño que nos íbamos a dar.
Pero el agua no era cristalina; extraño porque nada podía ensuciarla por allí. Estaba turbia y verdosa, como una sopa de pujante vida microscópica, y pronto descubrimos por qué. A unos 15 metros de la orilla se alzaba un muro de algas que llegaban hasta la superficie. Eran anchas y jugosas tiras de color pardo, sargazos, que crecían con una densidad enorme y hacía imposible nadar sobre ellas... ¡el que quisiera nadar sobre ellas! Porque yo, en cuanto descubrí esa masa impenetrable, con vaya-usted-a-saber-qué-cosa-oculta-detrás, di media vuelta y salí del agua. Con todo, fue uno de los baños más gratificantes que recuerdo. De ahí el nombre que se le quedó a la playa de El Marsa.
Después del baño, la gente se olvidó de los siete maravillosos lagos subterráneos, y se abandonó a la molicie y la pereza. Teníamos una remota playa, perdida en mitad de la costa marroquí del Estrecho, para nosotros solos. Así que fue fácil tumbarse a tomar el sol, disfrutar de su exclusividad y reponernos de la caminata. Pero otro chico y yo nos marchamos a investigar aquello de los Siete Lagos, que si la leyenda era cierta, debían estar cerca... en una cueva por ejemplo. Pero por allí no se adivinada nada parecido. Así que caminamos hacia una de las casitas diseminadas en la loma que terminaba en la playa. En la primera nos recibieron muy cariñosamente, con esa hospitalidad innata que existía en los pequeños pueblos andaluces hace años... allí, en el norte de Marruecos, también existía. Máxime cuando no debían ser muy frecuentes las visitas. Hasta nos fotografiamos con la hija del matrimonio, que cosía una prenda en una vieja máquina Singer. Y cuando les preguntamos por los lagos, nos aseguraron con total certeza que tal cosa no existía por allí...
...definitivamente, los Siete Lagos Subterráneos eran una bonita patraña, pero mereció la pena buscarlos.